viernes, 20 de diciembre de 2013

CHIGUAZA NUESTRO CERRO DE LA LUNA

Sobre los terrenos de la antigua luna Muisca, esos mismos sobre los cuales, años después y en tiempos de la colonia, la comunidad Jesuita levantara en adobe y yeso  una monumental hacienda sobre las postrimerías de la quebrada  “La Chiguaza”,  hacienda destinada para el procesamiento de trigo y la producción de harina que surtía a la ciudad de Santa Fe,  y que por ende llevaría el nombre de:   “Molinos – La Chiguaza”.  Sobre estos terrenos cuyos últimos dueños fueron los  Morales Gómez,  quienes fraccionarían la hacienda y la venderían en  lotes, a familias de escasos recursos que provenían de distintas provincias de Cundinamarca y Boyacá,   y otras que se apropiaron de la tierra  por el simple hecho de arribar allí y levantar un techo donde sus pies se detuvieran. Sobre estos terrenos en los que hoy, segunda década del siglo XXI,  se sostienen treinta y tres barrios y poco más de ciento cincuenta mil personas que conviven con una quebrada  agonizante y una vieja hacienda en ruinas:  La Paz Cebadal, Naranjos,  Caracas,  Palermo Sur, Danubio, Molinos, Cultivos, miles de rostros  que confluyen en una misma realidad, una misma cotidianidad levantada sobre un cerro que sostiene sus centenares de casas que se ordenan en fila  y hacia la cima, esa misma donde la luna se detiene  para iluminar las noches de la sabana, según lo decían nuestros ancestros indígenas.  Sobre estas tierras que ahora son parte de la localidad de Rafael Uribe Uribe en el Distrito Capital de Bogotá, y después de muchas batallas realizadas por la comunidad,  la avenida “La Chiguaza” les es entregada completamente nueva, completamente reinventada.


Carlos León es presidente del barrio Comuneros segundo sector y presidente de la Asociación de Juntas de la Localidad de Rafael Uribe, un  ciudadano convencido en el servicio a la comunidad, tan convencido, que este sentido del servicio  lo condujeron a él, y otros líderes comunales del sector Chiguaza,  a levantar una lucha que duró cinco años y más de 278 folios radicados.

Según Carlos León, la vía “La Chiguaza”, la primera que tuvieron, desapareció hace ya bastante tiempo,  dejando entre sus vestigios,  un camino de lodo y maleza que desconectó el costado sur de la UPZ Diana Turbay  del resto de la ciudad. Por allí no era posible ningún tipo de tránsito, por allí ni los propios pies eran seguros, puesto que predominaba el barro sobre cualquier otra forma de suelo, y el barro se tragaba todo, botas, llantas de bicicleta, lo que fuese,  dejando de los vestigios de esta vía, poco menos que una forma de recuerdo al que todos esquivaban la vista.

Pero fue en el año 2008 precisamente, cuando los líderes comunales de los barrios del sector,  tomaron la iniciativa de gestionar la recuperación de la  vía La Chiguaza,  y empezaron entonces a movilizarse, entre solicitudes a la UMV y al IDU. Demandas, derechos de petición, entre otros; y según lo narra Carlos León,  en agosto de 2008, fue adjudicado el proyecto de reconstrucción de la vía  La Chiguaza.





Sin embargo, y aunque el recurso fue entregado a la firma contratista,  la obra nunca se realizó, por razones que conocemos todos y que no se justifica recordar ahora; sin embargo, dicho desfalco le costó más de un sueño a la comunidad del sector de la Chiguaza, más de una esperanza, más de una confianza puesta en que la salida a la Av Caracas era posible.

Los años fueron transcurriendo y con ellos, la resistencia de los líderes comunitarios fue mermando poco a poco, las esperanzas debilitándose, la impotencia afloraba, y sólo el espíritu firme los pudo sostener.  Las gestiones parecían inocuas nadie respondía, nadie enseñaba el rostro, y la esperanza por la comunidad de presenciar la reconstrucción de su vía,  desvanecía a cada paso de segundo que evaporaba en la penumbra del silencio administrativo.

Ya cuando la esperanza se encontraba casi muerta,  pero la continuidad de las gestiones por parte de los líderes comunales se mantenía a la constante,  e iniciando el año de 2012, el proyecto de recuperación de la vía a la Chiguaza tuvo por fin su real nacimiento, las obras duraron poco más de un año, pero por fin a mediados del mes de agosto de 2013,  una fulgurosa avenida que inicia en el barrio Molinos segundo sector y se proyecta hacia la zona alta de la UPZ Diana Turbay,  era presentada oficialmente a la comunidad de la Chiguaza,  y asistieron en bandada  líderes,  niños, amas de casa,  hombres y mujeres quienes con las expectativas nuevas y los rostros embebidos de júbilo,  se acercaban a comprobar que en realidad era cierto, que la vía estaba terminada, que lo soñado alguna vez, y muchas veces en tiempos anteriores, tenía su eco en la realidad, apareciendo ante sus ojos inundados de alegría desde la mirada hasta el brillo que se proyecta en todo el rostro cuando se llega al final de toda lucha.

Cómo un acto simbólico, y sobre la nueva vía la Chiguaza,  don Carlos León depositó los 278 folios  que dan el testimonio de cinco años de lucha, de promesas rotas, de caídas y renacimientos,  278 folios que significan una reivindicación de la lucha comunitaria,  de aquella que logra triunfar  cuando las voces se unen hacia una misma causa, cuando pesan más los intereses de todos que los propios. 278 folios que representan noches que parecían perdidas,  diligencias, sellos, firmas, autenticaciones, tiempo que parecía perdido,  anhelos que parecían perdidos.  278 folios que representan el descanso de los líderes de la Chiguaza quienes lograron llegar hasta el final sin desfallecer.


Sobre estos terrenos donde la luna se posa en las noches para descansar, en estas noches su reflejo rebota sobre el asfalto nuevo que engalana la nueva vía  “La Chiguaza”, nuestro cerro de la luna ahora tiene un camino, nuestro cerro de la luna ahora tiene un peso menos.


 

EL SUEÑO DE LA VÍA DE LA BOGOTÁ HUMANA

El sueño de vida de la Bogotá Humana.
(Testimonio de la labor realizada en el Colegio Agustiniando por parte de Viaje al Corazón de la Calle)

La apuesta de la Bogotá Humana es trabajar para que cada una de las acciones realizadas por el gobierno distrital se convierta en semilla de esperanza. Y así el día de mañana esas semillas germinen en una Bogotá que tenga el rostro y el sentir de su gente grabado en todas sus obras.
El anhelo de este gobierno progresista es que en el Plan de Vida de la ciudad, su desarrollo no sea medido únicamente por grises cifras de crecimiento macroeconómico o por la cantidad de obras que el concreto deje en el paisaje urbano. Sino que el bienestar de Bogotá también se pueda apreciar a través de las palabras, escuchadas con profundo respeto, de aquellos que nunca tuvieron voz para una sociedad excluyente, o en las sonrisas luminosas de ancianos y niños que comienzan a ser valorados como el alma de esa nueva ciudad, por encima de las calles, los edificios o los carros.
Así surgirá la anhelada ciudad donde, al fin, el valor de las personas no será medido por el estrato socioeconómico al que pertenezcan, sino por el reconocimiento que gobierno e instituciones hagan a los ciudadanos como Seres Humanos. Valor que nunca más podrá ser cuantificado.
Enmarcados en ese propósito la Unidad de Mantenimiento Vial, entidad distrital encargada de reparar la malla vial local de la ciudad (eso quiere decir las calles de los barrios), ha asumido la misión de ‘encontrar el rostro del hueco’. Así, a la vez que la UMV realiza la intervención técnica de las calles, que las personas han priorizado democráticamente en los Cabildos Ciudadanos de Vías realizados en agosto de 2012 en las 117 UPZ de la ciudad, también lleva a cabo una intervención de tipo social.
Esa intervención social la hemos llamado Viaje al Corazón de la Calle y una de sus actividades consiste en escuchar y compartir con los habitantes que viven en torno a esa calle que se repara, conociendo sus historias de vida y las historias que guardan la memoria de su calle. También se realizan talleres de creación artística colectiva y de música con los ancianos, con los jóvenes y con los niños y niñas de los colegios que le dan vida y alegría a las calles que se recuperan.

El trabajo con los niños y niñas del Agustiniano Salitre.
Es así como llegamos a tocar las puertas del colegio Agustiniano Ciudad Salitre. Mientras los ingenieros y los obreros de la Unidad hacían su trabajo como ‘cirujanos de la vía’ trabajando en la rehabilitación de la Calle 23C con Carrera 69B, el grupo de gestores sociales desarrollábamos talleres del programa Viaje al Corazón de la Calle con estudiantes de Cuarto a Undécimo grado.

Como un rastro de memoria de las vivencias y la riqueza que encontramos en tres de esos talleres realizados con los niños y niñas de Cuarto D y Quinto C, presentamos este escrito, cuyo origen yace en el corazón de esos niños y niñas con los que tuvimos la fortuna de trabajar.

Niños ¿qué es la imaginación?         
Entrar al salón de 4D significó para nosotros encontrarnos con una luminosa alegría que contagiaba el espíritu. Al proponerles a los niños y niñas que hiciéramos un taller sobre la calle que soñamos, su respuesta fue contundente, todos quisieron participar, todos se dispusieron a entrar en ese viaje al que los invitamos. Así que hicimos un gran círculo con las sillas y les dijimos que la imaginación era indispensable para lograr nuestro propósito; por esa razón les preguntamos qué era la imaginación para ellos. Casi todos levantaron sus manos para participar y aquí compartimos algo de lo que nos dijeron:
Para mí la imaginación es…
J …un pensamiento donde uno no tiene límites.
J …un sentimiento que expresa creatividad.
J …pensar algo para crearlo y expresarlo. Crear más cosas en el mundo para que el mundo sea mejor.
J …crear cualquier cosa en la mente.
J …pensar algo y dibujarlo.
J …cuando uno logra imaginar a un ser, a una persona que está al lado tuyo pero nadie la puede ver, solo tú; ahí se puede crear en la mente.
J …pensar algo que no existe pero quieres que exista.
J …inventar sin límites.

Escuchar este tipo de definiciones de niños y niñas de 8 y 9 años nos muestra la potencialidad creativa de nuestra infancia, su capacidad para crear nos muestra que a los niños y niñas de hoy en día deben ser más y mejor escuchados por los adultos, debemos brindarles espacios para que desarrollen su creatividad y así sean constructores de su propia felicidad. Muchas veces los padres de familia hemos creído que podemos compensar la falta de tiempo para nuestros hijos e hijas con regalos y generalmente los llenamos de aparatos modernos porque están de moda, videojuegos, celulares y computadores de última tecnología no sustituyen los abrazos de papá y mamá ni las historias antes de dormirse ni la invitación a que jueguen como lo hacíamos nosotros cuando fuimos niños. Tratamos de llenar vacíos de tiempo con sofisticados regalos sin ser conscientes que estamos haciendo ‘huecos’ en la calle de los sueños de nuestros hijos e hijas.
        
Los niños y niñas del colegio Agustiniano nos enseñaron en una semana compartiendo juntos que tienen un universo por descubrir y por contarnos, quizá nuestras ciudades puedan ser más amables, más humanas si aprendemos a escuchar la voz de nuestros niños y niñas, en su imaginación y creatividad está la respuesta de muchos de los problemas que hoy adolecemos como sociedad.     

Motivados por la creatividad de estos niños  niñas, continuamos con el taller. Con las chaquetas del uniforme improvisaron unas vendas y se taparon los ojos, en la oscuridad que surgía estaba la posibilidad de que miraran con otros ojos, su imaginación se convertía en su nueva luz. Los invitamos a construir una historia entre todos y todas. Les llevamos varios instrumentos que generaban sonidos novedosos para ellos, cuencos tibetanos, ocarinas, harmónicas, arpas vietnamitas, maracas… Hacíamos un sonido y al detenernos ellos y ellas comenzaban a narrar lo que surgía en su imaginación, debían tejer su relato, alguien hablaba y otro, entre sonido y sonido, continuaba…

El resultado… Una historia donde surgió una luna luminosa que brillaba más que el sol y que dejaba ver un nuevo mundo donde había una selva habitada por indígenas que tocaban instrumentos mágicos con los que hacían aparecer las cosas que se imaginaban, luego surgió en el cielo un agujero negro por el cual llegaron muchos alienígenas al planeta, pero no eran violentos sino que querían compartir pero como no conocían la lengua de los habitantes, lo que hicieron fue iniciar una guerra musical, una guerra donde no había muertos ni heridos, sólo compartían su música, la música que se imaginaban la hacían sonar a través de los instrumentos mágicos.

Luego la historia tomaba virajes inesperados, nos llevaron a bellísimos jardines de París y comenzaron a surgir personajes que querían tomar protagonismo de la historia, apareció Pamela, Laura y Max una fugaz historia de amor infantil se tejió en medio del relato hasta que surgió de la mente de un niño el famoso villano de la Guerra de las Galaxias: Dart Vader!  Fue a dar al traste con esa inocente historia de amor que apenas quería nacer.
Niños y niñas se dejaban llevar por la música que pintaban de todos los colores inventaban y reinventaban cada recuerdo que les proporcionaba su imaginación para contar su propia historia, la historia de su calle. Todos y todas  querían hablar, todas querían crear, no había timidez, no había miedo a equivocarse, a decir algo incorrecto, nadie los calificaba, sólo se los motivaba a volar.
Luego… volver a la tierra, al salón, quitarse las vendas y cruzar sus miradas llenas de complicidad, con sonrisas que revelaban una admiración colectiva por haber sido creadores de una historia de todos y de todas, en ese momento no fueron estudiantes de cuarto o quinto grado, en ese momento fueron como ellos mismos se llamaron: Navegantes del Universo...
                      
Al siguiente día nos recibieron como si nos conociéramos de tiempo atrás, ya no éramos extraños, la Bogotá Humana a través de la recuperación de sus calles se acercaba un paso a la mirada de sus niños y niñas. 

Ahora cuando los trabajadores de la UMV terminaron la vía en frente del colegio Agustiniano, los niños y las niñas del colegio la miran y se sienten parte de su reparación. Saben que las historias que tejieron hicieron parte de la calle soñada que hoy pueden disfrutar día a día. 





jueves, 19 de diciembre de 2013

HISTORIAS INÉDITAS DE PUENTE ARANDA (o la historia de un reciclador en Tibaná)


Existen imaginarios de ciudad, que delimitan las visiones que se tienen sobre uno u otro territorio. Es curioso que al preguntarle a cualquier transeúnte desprevenido, si conoce la localidad de Puente Aranda, la respuesta más común corresponde a ese lugar de Bogotá lleno de industrias y bodegas y donde no vive nadie.  Es claro,  se ha construido la idea de Puente Aranda alrededor de la zona industrial, pero ésta, apenas corresponde a un fragmento muy reducido de la localidad, cuando en realidad, el setenta por ciento de la misma corresponde a sectores netamente residenciales.  Pues bien,  entre estos sectores se encuentra el barrio Tibaná,  una serie de conjuntos residenciales ubicados entre la calle tercera y cuarta, y entre carreras 35  y 34 d Respectivamente.
Tibaná corresponde a este modelo de nuevos barrios de la ciudad,  a la propiedad horizontal que verticaliza las relaciones entre vecinos, y por tanto hace cada vez más complejo el encuentro entre los mismos.  Tibaná obedece a este tipo contemporáneo de ocupar el territorio,  y sería tan común a los demás conjuntos residenciales,  si no contara con un frondoso parque empotrado en el centro que une e intercepta a la mayoría de los edificios.  Los verdosos pastos, las bancas  resultantes de troncos aserrados, los frondosos árboles que aunque son pocos,  pueden ser suficientes para enmarcar de bosque puro esta pequeña franja de la ciudad.

En el costado derecho del parque de Tibaná se encuentra un pequeño local que generalmente en este tipo de parques, sirven para la instalación de cafeterías o puestos de alimentos. Pues curiosamente en Tibaná no es así.  Este local que bien podría ser una  tienda,  sirve como “shut”  o centro de acopio de basuras de todos los edificios del barrio.  Allí los residentes se dirigen a depositar su basura.  En los barrios convencionales las personas sacan sus basuras a la esquina de la calle el día que el camión del servicio de aseo pasa por allí. En los conjuntos residenciales contemporáneos,  la basura se echa por un cajón empotrado en la pared, del cual, generalmente nunca sabemos a dónde va a parar.  Pues en Tibaná, la gente en vez de botar la basura por un hoyo negro  o sacar la basura a la esquina más cercana,  la lleva al localito este sagradamente desde 1986 cuando se fundó el barrio.
En este Shut o centro de acopio  residuos, encontramos a  Luis Valderrama Gonzales, un hombre de setenta años de edad, los cuales le ha dedicado veintisiete años a la atención de este punto.  Es él, junto a su ayudante Pablo Emilio, quienes  reciben las bolsas de basura, separan en la fuente los residuos orgánicos de los reciclables, lavan las canecas y los containers, y trabajan sin descanso al servicio de esta comunidad.
Sin embargo,  el modelo de trabajo de Luis no es tan bien remunerado como lo merece o lo deseáramos.  El acuerdo con la administración corresponde simplemente al uso del espacio, pero su verdadero sustento  corresponde a la venta del material reciclado,  y a las ayudas que la comunidad les quieran brindar voluntariamente.  Luis a sus setenta años no tiene un salario fijo, una seguridad social o una pensión,  él a su extensa edad debe  darse su propia lucha para sobrevivir, y debe así mismo con el recurso de la venta del reciclaje,  comprar los elementos para la limpieza de las canecas y los containers.


Sin embargo, en esta lucha diaria,  se ha sostenido Luis por los últimos veintisiete años, asistiendo sin falta al centro de acopio de residuos,     prestando una labor fundamental, no sólo para el barrio, sino para el sostenimiento ambiental de la ciudad,  Seres como Luis son los que se necesitan para salvar el planeta, pues son ellos quienes cumplen la labor por nosotros, nosotros que echamos todos los residuos en la misma bolsa,  nosotros que olvidamos el sentido propio de proteger un planeta que agoniza en su propia contaminación, y el servicio de Luis es tan valeroso por eso.  Pero el reciclaje está asociado a la mendicidad,  a la informalidad, y siendo una labor tan necesaria, las condiciones de dignificación de su labor son las más precarias para Luis, y sin embargo,  Luis  ha continuado allí,  sirviendo a una comunidad por lo que sea, por lo que quieran darle.



Una querella de la alcaldía local, pronunciada al conjunto residencial  Tibaná, ordenó que el shut de basura debe desaparecer de donde se encuentra ubicado, ordenando así mismo destinar un espacio cerrado con acceso, sólo para los residentes.   Con estas determinaciones, la comunidad de Tibaná aún no tiene claro que sucederá con Luis y su trabajo, tal vez después de veintisiete años dedicados a una labor incansable y poco remunerada,  deba levantar sus pasos y buscar su supervivencia  en otro lugar,  exiliado errante sin destino fijo, en una ciudad que no reconoce la labor del  reciclador como vital para todos nosotros.  Tal vez veremos en un tiempo a Luis,  en otro barrio, en otra comunidad,  con una vida a cuestas y un trabajo forzoso y dispendioso que el a su avanzada edad, lo sigue realizando. Tal vez lo encontremos en condiciones mejores, o tal vez  encontremos un nuevo tiempo en que el  reciclar sea una labor digna, tan digna como Luis,  y como todos quienes reciclando, evitan la continua destrucción de un planeta  aunque ninguno de nosotros  le reconozcamos algo a todo lo que hacen por él. 

miércoles, 18 de diciembre de 2013

NOSTALGIAS DEL SAMPER MENDOZA

Con un dejo de nostalgia entre su voz,  Carlos García,  habitante del barrio Samper Mendoza, recuerda cuando,  sobre la esquina de la calle 23 con carrera 24, allí mismo donde al día de hoy funciona un almacén de repuestos para motores  y electrodomésticos;  se sostenía sobre esta calle el famoso Teatro América.

Corrían los años sesenta del siglo XX y el furor del cine mexicano  había apoderado  los gustos  de la Bogotá popular de ese momento,  las películas de Pedro Infante y Javier Solís,  El Santo,  Cantinflas, entre otros personajes se tomaban las salas de Cine y sobre todo, aquellas que se ubicaban en los sectores populares de la ciudad, como el Teatro América,  ubicado en el costado occidental del barrio, donde por un Peso con cincuenta se podía acceder a la función vespertina o matinal.

Así era el Samper Mendoza,  un barrio Popular ubicado cerca a la empresa de Ferrocarriles, cuyos habitantes en su mayoría  trabajaban para esta corporación ferroviaria sobre la primera mitad del siglo XX.  El Samper Mendoza tiene tanta historia  sobre sus losas, sobre las huellas dejadas por generaciones de familias que se fueron de allí hace mucho tiempo, que dejaron el barrio popular para dejárselo a la industria y el comercio.  Carlos García, uno de los habitantes que aún sobrevive en el barrio, y quién ha transitado su vida por las calles del Samper,  puede narrar lo que fue el barrio, y sobre todo esa calle 23, una calle de industria donde alguna vez creció la vida.

Según Carlos,  las casas construidas en el Samper, eran viviendas que alcanzaban los 24 metros de largo por 12 de frente,  eran viviendas inmensas donde se ubicaban familias enteras que se reunían en la calle, ya fuese para encontrarse en la esquina, para ir al teatro América, o para reunirse en la cancha de fútbol del Samper, la cual desapareció hace mucho tiempo, pero que según Carlos, entregó algunas glorias del fútbol nacional:  Moisés Pachón,  Alfonso Cañón, son algunos de los nombres de aquellos jugadores que integraron los equipos Bogotano de primera división, y no sólo el fútbol,  de la misma manera  las reuniones navideñas y los adornos en la calle que  hacían reunir a las familias en las fiestas de final de año, hacían del
Samper, un barrio en  donde la integración popular se manifestaba entre su aire y las losas de sus calles.
Pero llegó el exilio,  una transformación del barrio inexplicable que conllevó a la desaforada venta de casas para fábricas e industrias que encontraban en las viviendas del Samper, instalaciones precisas para sus proyectos,  de las calles del Samper  se fueron desvaneciendo las formas conocidas de existir entre el barrio,  el Teatro América , la cancha de fútbol,  los partidos de banquitas sobre la calle 23, y entre uno y otro exilio,  las calles se fueron tornando frías,  las noches oscuras, y una especie de soledad  ávida en el no estar,  dejaron que el Samper se convirtiera en un mero recuerdo, que pocos hoy sostienen, los que aún no desertan, los que aún conservan  su casa y su nostalgia adscrita.

Actualmente el barrio Samper Mendoza  es un sector industrial ubicado en el centro de Bogotá,  entre las calles 26 y 19,  y entre carreras  20 y 27,  se encuentra adyacente  a la zona de tolerancia del barrio Santa fe  y su zona residencial se reduce a la calle 23 con carrera 27.  Si uno se detiene a caminar por sus calles, se pueden encontrar algunos vestigios de  lo que fue la vida en este barrio, algunos rostros de hombres y mujeres que permanecen allí y que pese a la industrialización no quisieron irse. También se ven algunas casas que se conservan la arquitectura antigua del barrio, que permanecen intactas entre el tiempo y los ires y venires de la historia, y donde


queda un precedente de algo que fue Bogotá en el siglo XX, algo que fue el vivir popular de la Bogotá de antaño, de una ciudad que se transforma entre sus formas con el tiempo y los movimientos de la historia. El Samper entre sus calles es el reflejo de una  calle olvidada,  de una calle donde las voces cotidianas cambiaron la estrofa, y de los movimientos humanos, mutaron en los movimientos de las máquinas y los camiones de carga. Esto es el Samper,  una nostalgia de esos hombres, mujeres y familias que se fueron con el ferrocarril, con la plaza, el teatro, la cancha de fútbol  y los recuerdos que hoy son casi imposibles de encontrar.


martes, 17 de diciembre de 2013

UN PASEO POR LA DIEZ

Existen calles congestionadas a cada momento del día,  calles desiertas por donde ni la brisa de la mañana toca alguna forma de vida. Existen calles populares por donde las voces y el comercio se enmarañan sobre las losas y los aparadores.  Pero también las hay, las históricas, esas que están aquí desde el principio de los tiempos cuando la ciudad se empezó a llamar ciudad, esas calles que primero fueron caminos reales, esas mismas por donde transitaron los primeros moradores de Bogotá, y que hoy,  representan una fibra pura del sentido de existir de la ciudad. 
Esto no es nuevo, no somos los primeros en mencionar a la Candelaria como el corazón histórico de la ciudad, y por lo tanto no representa novedad alguna para todo aquel que tiene contacto  con Bogotá.  Siendo esto así,  la naturaleza propia de las calles de la Candelaria, toman un matiz diferente y especial  para el interés de todos, y sobre todo de sus residentes, de los que conviven allí en el corazón de la ciudad día a día, reconociendo que, sobre estas calles, la forma de asumir las mismas tienen otra naturaleza, y por tal otras formas de vida.


La Calle décima entre la carrera primera y séptima, sostiene entre sí misma,  esos aditamentos mencionados anteriormente y mucho más, cuando esta vía es la entrada  a la Candelaria por la Avenida Circunvalar,  cuando entre su pendiente  se deslizan los pasos de muchos que ingresan al centro histórico entre sus adoquines que guardan por cada paso una forma de memoria de lo que significa caminar.  Es así,  la calle 10 invita a caminar,  a caminar a propios y extranjeros,  a confluir  entre rostros que se encuentran en la vía y las edificaciones antiguas que sostienen sus contornos. No debe ser casualidad que el Teatro Taller de Colombia tenga su sede sobre esta calle, a la altura de la carrera Primera.


El Teatro Taller es  una agrupación de artes escénicas especializada  en  el “Teatro de Calle”,  y durante cuarenta años se ha sostenido entre nosotros, llevando el arte dramático a las vías, los parques y todo aquello que signifique espacio público.
Al visitar las instalaciones del Teatro Taller nos encontramos con Luis Vicente Estupiñán,  un actor y director de teatro con más de veinte años de trayectoria en el arte de calle. Luis Vicente,  o “Elvis” como es conocido en el medio habla de la calle, habla del sentido propio de llevar el arte al espacio abierto en donde confluimos todos.    Elvis reconoce  cómo  la calle es más que el espacio público, y lo refiere de esta manera:
-          Somos herederos de una tradición centenaria de personajes de calle, culebreros, vendedores ambulantes, saltimbanquis, y Colombia tiene una tradición festiva en la calle.

 Y es así, porque en la calle hemos construido las formas de existir como seres sociales, como seres que nos buscamos y nos necesitamos el uno con el otro, pero también en la calle hemos construido una cultura,  hemos levantado formas de existir que nos reconoce como humanos, en la calle  hemos levantado batallas en contra de la soledad

         - La calle el lugar de comunicación con los seres humanos, suena fascinante encontrarse con el otro en la calle

Y con esto Elvis nos habla que la calle son rostros,  rostros que se adhieren a las construcciones, a las losas de los adoquines,  los rostros que han construido historia, que dibujan presentes,  que sueñan futuros,  los rostros que entre sus encuentros abren el preludio de una posibilidad de vida,  los rostros que se miran unos con otros, algunos pasan de largo, y otros se detienen para quedarse mutuamente en la vida de cada uno.

El teatro Taller ha llevado el arte a las comunidades que transitan en la vía,  se han regodeado de rostros y miradas, de risas y aplausos, ha despertado sentimientos, a combatido soledades,  El Teatro Taller en estos años ha hecho renacer la calle como espacio de vida, como espacio de encuentro, como una forma pura de despertar el día a la ciudad y hacerla sonreír.

A un costado del teatro Taller, se encuentra el Hotel Muisca.  Allí, su administrador Juan Carlos García nos habló de la cantidad de visitantes extranjeros que tiene el hotel y que caminan por las aceras de la Candelaria,  expectantes de conocer ese centro colonial que aún se sostiene sobre una metrópoli que se niega a abandonar su historia en la  Candelaria. Sin embargo,  menciona como durante mucho tiempo, la calle 10 se halló completamente derruida, con sus adoquines deteriorados, que ponían en dificultad el paso del transeúnte, de los carros que intentan ingresar a la candelaria por la circunvalar,  y del aspecto deplorable que el estado de la vía dejaba a la calle misma.




Después de dos años de deterioro, hoy se reconstruye la calle 10, con adoquines nuevos, y con el sentido propio de conservar lo verdadero,  de conservar la esencia misma de la calle 10 que se empotra en sus centurias de tiempo que se hacen venas de la Bogotá misma, hoy de nuevo la calle 10 se engalana y revive para todos,  en una Bogotá que encuentra su realidad en su humanidad, su historia, su tradición.






lunes, 16 de diciembre de 2013

REMEMBRANZAS DEL SUCRE EN CHAPINERO




Calle 42 carrera 13, una tarde común de día de mitad de semana,  la innumerable cadena de buses que se agolpan sobre la estrecha carrera 13, la innumerable cadena de rostros que caminan de sur a norte y  de norte a sur, algunos camino hacia las Universidades Piloto o Javeriana, algunos otros en dirección a las oficinas de los bancos o de una que otra empresa ubicada en esta zona de la ciudad, una innumerable cadena de locales comerciales que van desde cafeterías y fruterías, papelerías,  concesionarios de automóviles, una cantidad de rostros flotantes que caminan todos los días sobre las mismas aceras sin detenerse a observar donde se encuentran.
Calle 43 carrera 13, la funeraria Gaviria se encuentra de puertas abiertas, recibiendo dolientes que despiden a alguien. Todos los días alguien muere en Bogotá,  y todos los días la Gaviria recibe las honras fúnebres de quienes se despiden de este mundo,  todos los días hay rostros enlagunados entre la lágrima y el desasosiego de verlos a ellos por última vez.
Y en el centro entre la calle 42 y la 43, sobre un pequeño parque empotrado entre la cafetería y la Gaviria,  se sostiene el busto de Carlos E Restrepo,  ese que fue presidente de Colombia por allá en 1914, ese mismo que le ajustó cuentas a los gringos por la pérdida de Panamá, ese mismo que redujo la deuda y recompuso el camino del país, así fuese por un tiempo relativamente corto en el trasegar de esta república, ese mismo se empotra  allí acompañado muchas veces de habitantes de calle que toman la siesta sobre las bancas o los pastizales que se adhieren a este pequeño parquecito incrustado en uno de los sectores más movilizados de la ciudad de Bogotá. 
Esto es lo que conocemos del barrio Sucre de Chapinero, aunque para la mayoría de nosotros  ni siquiera sabemos que así se llama, que es un barrio, que tiene un nombre, un registro catastral. Para la mayoría de los Bogotanos es un simple lugar por donde pasan casi todos los días,  y para una gran mayoría de los Bogotanos, es ese lugar a donde fueron a despedir a su respectivo finado,  nada interesante se despliega entre sus losas y sus edificaciones, casi nadie se detiene a observar  el busto de Carlos E  Restrepo, o a conmoverse con  aquellos que se estacionan en la Gaviria en el rito profundo de la muerte. Simplemente es un lugar por donde se pasa,  por donde sólo se encuentran locales y empresas ubicadas, por donde al parecer nunca ha habitado nadie. 
Pero si nos detuviéramos a observar, a comprender que estas calles del barrio Sucre nunca fueron lo que percibimos ahora,  que en realidad fue un sector residencial  avasallado por el comercio y la centralidad de su ubicación en el mundo,   que fue pensado y construido dentro del marco de la arquitectura moderna de la que se vistió Bogotá a principios del siglo XX, construida a partir del diseño de las casas inglesas, con un ático, un solar, con fachadas en ladrillo y enmarcado en toda una estética que al parecer a nadie le importa mucho en estos tiempos. Si nos detuviéramos a observar aquello, percibiríamos que aún residen  personas en este conjunto de edificaciones compuesta de tres calles.
Rosa García es una de las últimas residentes de este barrio, quién cuenta que llegó allí en los años sesenta,  cuando las casas eran casas, y el barrio era para ser habitado, cuenta como en el principio,  el sector se engalanaba de  exquisitez entre sus formas,  adquiriendo una casa cuyo diseño arquitectónico, tanto interior como exterior, le daba a comprender que no le envidiaba nada a vivir en Londres o cualquier ciudad Europea.  Este barrio sucre, esta pequeña bahía compuesta de quince casas de corte inglés era hogar de una cultura netamente bogotana en la cual se tomaba chocolate con queso a las cuatro de la tarde,  y se hablaba de arte, política y el destino del país. 
Esto lo recuerda muy bien Rosa García,  pero de un momento a otro,  al parecer el sector no fue suficiente,  o tal vez las ofertas económicas por los predios, puesto que un día sus vecinos empezaron a exiliarse,  dejando sus casas para empresas o lugares de comercio. De pronto apareció en su costado un centro de  servicio automotriz,  posteriormente un parqueadero, luego una vivienda transformada en pequeños locales, luego una Universidad, y luego la Funeraria Gaviria, y de pronto ella y su esposo se vieron solos,  entre muchos rostros que pasan sumergidos en la no comunidad de encontrarse en un “no lugar “

Después de conversar con Rosa por algunos minutos, ella declaró con voz firme y sin reparo
       -           Y nosotros estamos vendiendo
Como los últimos,  que abandonan el Sucre para dejárselo al comercio como lo hicieron los demás,  abandonando una casa de esas que como pocas quedan en la ciudad pero que son huellas de su misma historia. 


Dicen que a los últimos que salen deben cerrar y apagar la luz,  la luz de un barrio que ahora es un sitio de todos, un sitio de nadie, un sitio  comercial de la ciudad. 

jueves, 12 de diciembre de 2013

NUEVAS REALIDADES EN LOS LACHES

Los comuneros habían arribado a Santa fe, luego que José Antonio Galán le perdonara la vida al  regente Juan Fernando Gutiérrez de Piñeres por allá en la Villa de Honda cuando éste  fraguaba su huída. Los comuneros arribaron a las postrimerías de Santa fe, cuando Berbeo, en una negociación a puerta cerrada, vendiera todo el movimiento a cambio de la vida de todos, entre ellos, del caudillo Galán, quien fuese colgado y descuartizado en la plaza mayor de Santa fe,  y sus restos fueran arrastrados por la calle real, (hoy carrera séptima) escarmentando a los ojos de todos, lo que ocurre cuando el pueblo se levanta en contra de las tiranías.  Los comuneros arribaron a Santa fe, y una tribu indígena que seguía el  movimiento revolucionario,  se instaló para quedarse sobre los cerros orientales de la ciudad, unos metros más arriba del santuario de “La Peña”. Desde entonces, desde finales del siglo XVIII  esta tribu denominada “Los Laches”, estableció su caserío allí, hasta que el tiempo mismo decidiera lo contrario.

Los Laches, fue por mucho tiempo un caserío indígena, lo fue durante el lapso restante de la colonia y el primer siglo de la república, cuando la ciudad de Bogotá,  apenas comprendía el centro histórico, Teusaquillo, las Cruces y San Victorino; y fueron estos Laches quienes conservaron el  lugar,  protegiendo los afluentes de agua que daban nacimiento al río Fucha y San Francisco,  por décadas y décadas, hasta el día en que la ciudad empezó a expandirse de lado a lado y punta a punta; y fue así como llegaron moradores nuevos al territorio de los Laches,  pero estos no eran indígenas,  eran pobladores mestizos que venían de otras tierras buscando en la ciudad de Bogotá otra forma de vida, otras posibilidades de existencia, asentándose en este territorio ya ocupado,  que hoy constituye uno de los barrios de la Localidad de Santa fe,  en el sector de Centro Oriente,  cincuenta metros de altura del centro histórico de la Candelaria.

El barrio como tal  se constituye  en la segunda mitad del siglo XX,  cuando los ocupantes empezaron a levantar sus casas, algunas entre latas de zinc y madera vieja, algunos otros lograron levantarla en ladrillo, pero todos ellos, a espaldas de la ciudad que no los reconocía y por mucho tiempo, ni los percibía.

Carlos Julio Camacho, llegó a los Laches en el año de 1989, allí construyó su casa sobre lo que hoy es la calle 7ª entre carreras tercera y cuarta Este,  aunque la denominación de “calle” apenas respondía a una nomenclatura, pues la vía, correspondía a un terreno escarpado por donde no era posible que trasegara ningún tipo de vehículo,  era una verdadera trocha,  escondida entre una hilera de casas  sostenidas sobre la pendiente del cerro, rebordeados por plantaciones de eucalipto, que las escondía de la vista de todos.  Esto era la calle 7ª, y por lo tanto,  el acceso y la movilidad como derecho, era tan solo una imagen lejana a la cual las manos no alcanzaban, lo único a lo cual podían alcanzar y como lo describe Carlos Julio, correspondía a deslizamientos de tierra por la lluvia,  empozamientos de agua, virus,  bacterias deambulantes,  una serie de problemas  a los cuales nadie presentaba solución alguna.

Y así pasaron veintitrés años,  entre luchas de la Junta de Acción Comunal,  entre solicitudes,  firmas recogidas,  diligencias que no daban respuestas, promesas electorales que caducaban cuando las urnas se cerraban,  y así transcurrieron veintitrés años,  y la calle seguía escarpada,  por donde ni una ambulancia podía acceder, y en vez de ello,  esa calle se convirtió en el basurero del sector, adonde llegaban todos los residuos del sector y sus aledaños,  y entonces el vivir en la calle 7ª cada vez era más difícil,  más oscuro, más desesperanzador.
Los Cabildos de 2012 tuvieron eco, y en el presente año del 2013, año de la Bogotá Humana,  las cuadrillas de la misma llegaron a la calle 7ª a resolver un problema que acudía solución desde hacía mucho tiempo, la construcción de la vía, después de años de lucha por conseguirla tuvo lugar,  y los vecinos de la Calle 7ª del barrio Los Laches, recibieron a los obreros con júbilo pues por primera vez tendrán una vía de acceso a sus viviendas, porque por fin podrán recibir una visita,  porque por fin podrán solventar los deslizamientos de tierra, porque por fin podrán vivir en nuevo tiempo. La Calle 7ª entre carreras tercera y cuarta Este  se convierte en una realidad, una que parecía quedarse para muchos, en una simple quimera cuyos ojos nunca aterrizarían en la realidad, pero para Carlos Julio, como para Olga su hija, como para sus nietos, y demás familias que habitan sobre esta calle, sus ojos se encontrarán con una vía por fin asfaltada, rescatándolos de la segregación y del olvido.